La
niña del agua
Alberto, sentado frente a un café frío y
una tostada a medio comer, observa de nuevo el círculo rojo del calendario de
pared que señala el segundo aniversario de la muerte de su hija, y también del
que hubiera sido su noveno cumpleaños. El número doce destaca sobre los demás,
maltratado como está por el círculo rabioso y de trazo grueso y profundo. Aparta
la vista y mira su café posando los dedos en la taza. Está fría, y el café no
desprende ningún aroma. “Si no querías mirarlo para qué lo señalaste…” se
reprocha, pasando del café al resto de la tostada, un trocito embadurnado de
mantequilla y miel cuya mezcla se extiende también por parte del plato.
“Pero cómo no iba a recordar la muerte de
mi niña”, se reprende “eso sería imperdonable, sería como dejarla abandonada
para siempre entre los hierros de aquella carretera”. En ese momento, vuelve a
imaginar que tiene poder para cambiar las cosas. Que aquel instante fatídico
podría ser remediado con un leve gesto sobre el recuerdo. Que su mujer, Susana,
nunca reclamó su atención ofreciéndole la vista de un bonito valle repleto de
robles, que él no apartó la mirada de la carretera y que María, su hija, seguía
aún con ellos, soplando las velas de su noveno cumpleaños.
De repente Alberto escucha el eco de unos zapatos
rompiendo los escalones que dan al hall de la entrada al dúplex, pero antes de
salir por la puerta Susana se detiene, se asoma a la cocina y echa un vistazo
rápido a su marido. Éste continúa observando la tostada. Lleva el pijama
puesto, abierto por el pecho, y el pelo desaliñado deja entrever una calva
incipiente.
_ Me marcho a trabajar _ dice Susana con
un tono que no espera respuesta.
Al oírla, él, se rasca nervioso una barba
de tres días y levanta ligeramente la vista. Pero en realidad mira sin ver.
Como quién observa un escaparate sin prestar atención a los artículos expuestos.
Los pasos de Susana se pierden en el jardincito de la entrada. Alberto fija los
ojos en ella, únicamente cuando sabe que la tiene lejos de su incisiva mirada. Lleva
un vestido rojo, de chaqueta, y unos zapatos negros, de tacón, que brillan lustrosos
bajo la fría mañana de otoño. Mientras abre la puerta de la casa se enreda
buscando en su bolso las llaves del coche. Luego vuelve ligeramente el rostro y
Alberto la observa a través de la ventana enrejada de la cocina. El cabello
castaño oscuro lo lleva recogido en una coleta. Esto hace que sus facciones, de
rasgos rectilíneos en nariz y mentón, resalten aún más en la breve instantánea.
Sus labios no son ni muy gruesos ni muy delgados y sus ojos achinados, le
confieren un tinte perspicaz a la vez que atrayente. El resultado, un rostro
con carácter. Equilibrado en sus formas. El mismo rostro que enamoró a Alberto
años atrás. “Bueno, no exactamente”, reflexiona éste, mientras la imagen de
Susana se evapora tras la puerta del dúplex. El dolor también la ha golpeado. Él
la sigue observando con la memoria mientras ella arranca el coche camino del
trabajo. Varias canas asoman a los lados, flotando sobre su cabello oscuro, y
una sombra navega monótona bajo sus párpados. Ni el tinte ni el maquillaje
logran disimular las marcas, y aunque así fuera, nunca podrían ocultar el ceño
fruncido y sus labios apretados. Por una milésima de segundo piensa en
levantarse, salir corriendo a la calle y pararse frente al coche de su mujer
para dedicarle un gesto de cariño. Quizás bastaría con una tímida sonrisa o con
pegar su mano abierta contra la luna del conductor. Es posible que así el vacío
se rasgara y que Susana relajara su bello rostro y que aquél fuera el comienzo
de un amanecer diferente. Pero entonces Alberto fija otra vez su mirada en el círculo
rojo. Su contorno le pesa, le hace caer como un plomo sobre la silla de la
cocina, le tira del estómago hacia abajo, hasta que finalmente la tostada a
medio comer y la mezcla de mantequilla y miel dejan muda la voluntad de
Alberto, que permanece inmóvil, con los pies descalzos, apoyados sobre el frío
suelo de cerámica.
Una semana más tarde camina por las calles
empedradas del lugar donde vive desde hace un año. Moralzarzal, un pueblo de la
sierra de Madrid. Él se dejó arrastrar hasta allí por Susana, “como si fuese
una maleta más”, piensa, mientras entra en la panadería dispuesto a comprar una
barra. Un encargo de su mujer al que ha decidido hacer frente sin ningún
entusiasmo.
“Ella se ocupó de todo”, sigue
reflexionando. “Él no tuvo que mover un dedo. Tan solo subirse al coche y
aparecer en aquel lugar alejado de los recuerdos”.
“No entiendo por qué hacemos esto” le dice
Alberto a Susana justo antes de emprender camino, “parece que quieras escapar
de María”.
Ella lo mira, con el semblante contraído,
pero no dice nada. Solo conduce. Dejando atrás la ciudad. Camino de su nuevo
hogar. Él, a su lado, apoya la frente en la ventanilla, con la mirada perdida
más allá de los vapores de una vieja fábrica.
Alguien reclama su atención. Es la
panadera. Lo saluda con cierta familiaridad. Alberto se sorprende. “Después de
todo, esto es un pueblo y él ya está perdiendo el anonimato”, piensa. Ha debido
comprar más veces en ese lugar, aunque no recuerda a aquella mujer.
Sale a la calle. El sol de octubre se
refleja con fuerza en los tejados. Decide pasear un rato. Arrastra los pies sin
rumbo fijo, balanceando la bolsa del pan de atrás hacia adelante, al compás de sus
pasos. Prefiere caminar mirando al suelo. Le incomodan las miradas de sus
vecinos. Cada vez que levanta la vista y se cruza directamente con una parece
como si adivinara todo lo que transcurre por su cabeza. Por eso busca el
refugio del dúplex. El vivo silencio de los objetos que le rodean. El crujido
de los armarios, el lloro de una tubería. “Es curioso” medita mientras
atraviesa la plaza del pueblo, “el día no suena igual en diario que en fin de semana”.
Tardó en darse cuenta. Pero con el transcurrir de los meses desde que renunció
a su trabajo, incapaz de enfrentarse a la tarea de salir de casa y abrir un
ordenador, fue percatándose de que el tiempo no pasa de la misma forma un día
que otro. En diario, éste, se diluye con más lentitud a través de las paredes.
Avanza a trompicones por el segundero y los ruidos que se escuchan allá afuera
son más marcados que en fin de semana. Un avión que sobrevuela a poca
distancia, el taladro lejano del alguna obra. “A esos sonidos les falta música”
sentencia Alberto “no como los sábados, ahí los sonidos anteriores se evaporan
y es cuando la música suena, suenan las protestas, los lloros y las risas de
los niños, que se levantan de las camas, que corretean por el pasillo, que
arrastran por los pelos un viejo muñeco o que botan una pelota contra las
paredes blancas. Pero esa música solo existe afuera” se lamenta. Dentro reina
el silencio. Teme el momento en que crujen los cerrojos y Susana aparece por la
tarde, de vuelta del trabajo, mientras él aún no se ha cambiado el pijama y la
mira de reojo, sin saber que decirle. Pero ella ya está acostumbrada a su
silencio, a su dejadez, y pasa de largo, como si fuese una extraña de la que
solo le resulta familiar aquella antigua belleza, que se esconde tras el rictus
severo de su ceño fruncido y sus labios apretados.
Alberto ha caminado a lo largo de la calle
de la Iglesia y se ha detenido junto a la fuente de los Cuatro Caños. Es una
fuente de piedra, donde el agua fluye mansa desde la montaña. Se compone de dos
pilones. Uno es pequeño, le llega a Alberto por el borde de la cintura y el
roce del agua al caer desgasta el fondo de la piedra. Se acerca y bebe de uno
de los caños que vierten su agua. Es un trago largo y refrescante que hace que
sienta una sensación de alivio bajo el sol del mediodía. Aunque éste ya no
muerde como en verano el día es brillante y cálido. Después acerca una mano al
chorro y luego se la restriega por la cara junto a la música del agua. Más
tarde alza los ojos hacia el grabado que se haya inscrito en un muro alto que
se eleva sobre el pilón pequeño. Éste reza su día de nacimiento en 1885. “Debe
ser uno de los lugares más antiguos del pueblo” reflexiona. Permanece allí de
pie unos segundos, sin saber si continuar camino o disfrutar un rato más de
aquel oasis de tranquilidad. Finalmente decide lo último. Rodea el pilón
pequeño y se sienta bajo la sombra de un cedro, sobre el muro de piedra que
conforma el pilón más grande. Éste se sitúa detrás del muro donde está el
grabado, es más bajo que el pilón pequeño, pero es mucho más amplio, tanto como
una piscina de esas de juguete donde los niños chapotean en medio del jardín.
Está rodeado por losas de granito y por árboles que dan sombra al conjunto.
Varios caños se encargan de mantener el pilón lleno hasta los bordes. Alberto
escruta su fondo, y observa algo que llama su atención. Pero antes de que pueda
dar nombre a la imagen escucha una voz dulce justo a su lado.
_ Son manzanas _ dice la voz _ manzanas
verdes. El fondo está lleno.
Alberto se gira y se queda paralizado.
Frente a él, una hermosa muchacha de no más de once años le observa a través de
unos ojos negros y redondos, tan profundos que Alberto deja de escuchar la
música de la fuente, ahora solo ve aquellos ojos, que absorben la música del
agua con cada borboteo del caño. De repente la niña saca una mano de detrás de
la espalda y muerde una manzana enorme, como aquéllas que reposan en el fondo
del pilón, y deja marcado un perfecto mordisco con sus dientes blancos. El jugo
salpica su sonrosada piel y sus labios rojos mientras él la observa sin decir
palabra. Tiene el cabello negro y su melena es corta y ondulada. No puede dejar
de mirarla.
_ ¿Quieres una?_ pregunta la niña, sacando
otra manzana de uno de los pliegues de su falda.
Él no responde.
_ ¿Qué te pasa?, ¿no sabes hablar?, ¿no te
gustan las manzanas? _ le interpela la pequeña con una sonrisa fresca dibujada
en los labios.
Por fin el hechizo se rompe.
_ Pues sí, sí me gustan la verdad. Pero
ahora no me apetecen…gracias.
_ Están muy ricas. Mi madre dice que es
bueno comer una todos los días. Que así vives más tiempo.
_ Ya…_Alberto responde de forma
automática. Aquella niña le ha hecho recordar a su hija, aunque no se le parezca
en nada. María era rubia, y más pequeña y tenía los ojos azules como un fondo
de piscina. Aún así hay algo similar en esa muchacha. Quizás su alegría o su
desparpajo.
_ ¿Y por qué hay tantas manzanas? _
pregunta Alberto.
Ella está jugando con la manzana mordida y
apoya la superficie aún inmaculada sobre el borde de uno de los caños. Al
instante el agua la salpica en la cara y en la blusa y la niña ríe.
_ Pues por qué va a ser _ responde después
_ ¿Acaso no ves el manzano? Los pájaros las pican y las arrojan a la pila.
Alberto levanta la vista. Parte de la copa
de un enorme manzano da sombra al pilón. Unos metros más allá, el tronco se
esconde tras los muros de una casa que se eleva a escasos metros de la fuente.
_ ¿Cómo te llamas?
_ Luciana, ¿y tú?
_ Alberto.
_ Que nombre más feo.
Él sonríe.
_ El tuyo sin embargo es bonito.
_ A mí sí me gusta… ¿Tienes hora?
Alberto se mira la muñeca, pero no lleva
reloj. Entonces mira al sol.
_ Debe ser la una _ contesta haciéndose el
interesante.
Luciana se carcajea.
_ ¿Y cómo lo sabes? No tienes reloj…eres
un mentiroso…
_ Por el sol. Por lo alto que está en el
cielo, es la una…
_ ¡Ja!
_ De verdad.
Luciana da otro mordisco a la manzana.
_ Bueno pues me voy, es tarde… ¿seguro que
no quieres una manzana?
_ Seguro.
_ Adiós _ dice Luciana despidiéndose.
_ Adiós _ responde Alberto mientras la ve
desaparecer a pasitos cortos tras una esquina.
Una semana más tarde espera sentado junto
al pilón de la fuente la llegada de Luciana. Han sido siete largos días en los
que no ha podido dejar de pensar en la muchacha. Siente como si la conociera
desde siempre. Como si la hubiese visto dar sus primeros pasos amarrándose a
sus dedos con sus diminutas manitas. Le inspira una enorme ternura. Alberto
sostiene en su regazo una barra de pan torturada por los pellizcos de sus dedos,
que se mueven nerviosos manoseando la corteza. Tiene los pies rodeados por un
ejército de migas. Mira al cielo. Está algo nublado. El otoño ha caído de lleno
en la sierra. Lleva puesta una cazadora. De pronto sopla una racha de viento y
una manzana golpea la superficie del agua. Alberto observa los círculos
concéntricos que se expanden a lo largo y ancho del pilón.
Luciana aparece por detrás del muro que protege
el pilón pequeño, lleva puesta una trenca abotonada y unas medias de lana blanca
que finalizan en unos zapatitos negros de hebilla. Enseña sus dientes blancos
al ver a Alberto mientras su piel se estira y sus mofletes brillan sonrosados
por el frío otoñal.
_ Hola, ¿qué haces?_ pregunta
despreocupada.
_ Nada. Me gusta este sitio. Aquí me
siento bien.
Luciana le mira con suspicacia.
_ ¿No habrás venido a robarme mis manzanas
verdad?
Él sonríe. Mientras, ella, con los brazos
en cruz, comienza a caminar por lo alto del muro que rodea el pilón, imitando a
una funambulista.
_ ¿Son tuyas?_ pregunta Alberto.
_ Claro. Esta parte del manzano es mía.
Aunque los señores de aquella casa se enfadan conmigo cada vez que trepo por la
fuente para coger alguna. No sé por qué, a ellos les sobran.
_ A lo mejor es porque tienen miedo de que
te ocurra algo.
_ ¡Qué va!, si es muy fácil, ¡ya verás!
En ese instante gira sobre sus pasos con
cuidado de no resbalar y caer sobre el agua, luego se dirige al pilón pequeño y
con sorprendente agilidad trepa por él y también por el muro que conserva el
grabado de inauguración de la fuente. En un momento Luciana aparece con los
pies en lo alto, a tres metros del suelo y con los brazos estirados hacia la
copa del manzano. Alberto no puede evitar sentir cierto temor, pero no quiere
incomodarla advirtiéndole del peligro. Ésta, en un abrir y cerrar de ojos ya se
ha plantado frente a él con una hermosa y resplandeciente manzana posada en su
mano. La niña se le acerca tanto que Alberto puede aspirar su perfume. Luciana
desprende un aroma como de manzana recién mordida. De repente siente el impulso
irresistible de alargar la mano y deslizar sus dedos por sus mejillas. Pero
antes de que eso ocurra Luciana pone la manzana sobre la mano extendida de Alberto
y éste percibe la piel suave y cálida de la niña, y un escalofrío le remueve de
pies a cabeza, como si el agua fresca de la fuente discurriera ahora por sus
venas. Se lleva la manzana a la boca y le pega un sonoro mordisco.
_ ¿Está rica?_ pregunta Luciana.
_ Mucho _ responde él.
A la mañana siguiente Susana se asoma por
la puerta de la cocina y ve a Alberto calzándose los zapatos. Sobre el
fregadero reposan una taza vacía y un plato con restos de migas. Él levanta la
cabeza y le dedica a ella una tímida y fugaz sonrisa.
_ Te has afeitado _ dice Susana con un
leve tono de complacencia en su voz.
Alberto no responde.
_ ¿Traerás hoy el pan?
_ Claro _ dice él.
Alberto acude todas las mañanas, de lunes
a viernes, a la fuente de los Cuatro Caños. Sus encuentros con Luciana le han
hecho olvidar los muros de su prisión. Ya no lo protegen de las miradas de sus
vecinos. Todo lo contrario. Ahora se salta las barreras y saluda a Carmen, la
panadera, y a Felipe, el de los periódicos. Camina de prisa meneando la bolsa
de pan en círculos como si se tratase de un molinillo. Y su mirada siempre busca
la fuente cuando emboca la calle de la Iglesia, y allí la encuentra, arropada
por los cedros, perfumada bajo la sombra del manzano. Después se sienta en el
muro del pilón, meneando las piernas, pellizcando el pan, hasta que, justo en
el momento en que su mente navega lejos de allí, Luciana aparece cantando o
bailando y le dedica un insulto afectuoso o miles de preguntas que los adultos
no siempre saben cómo responder.
Principios de diciembre. El otoño se
despide, consumido por el frío que discurre desde las montañas nevadas. Alberto
siente la piedra de la fuente congelada bajo su ropa. Hunde los dedos bajo el
chorro del caño. El agua fluye rabiosa. En seguida nota un dolor punzante en la
yema de los dedos. Retira la mano.
_ Pronto el agua del pilón se congelará_
dice Luciana acariciando con una mano blanca, como de muñeca de porcelana, el
hombro de Alberto.
Éste, como siempre, se sorprende.
_ A veces cuelgan carámbanos de los caños_
continúa diciendo _ Una vez hasta se congelaron los chorros. Todos vinieron a
verlo.
Después la niña escala de nuevo el muro y
se pone de puntillas. Con el cuello estirado ojea la copa del manzano que ahora
apenas da sombra con sus ramas peladas. Alberto siente otra vez un temor
irreverente al verla allí arriba, sobre la piedra helada.
_ ¿No tienes miedo de resbalar?_ pregunta
al fin.
Ella continúa investigando con su cuello
de garza.
_ Ya no quedan manzanas, y las últimas
hojas pronto caerán sobre las púas de los cedros.
Por fin mira al suelo. Con gran agilidad
desciende la pared y se sienta junto a Alberto. Lleva puesto un gorro beige que
le cubre también las orejas y el cuello. Eso hace que sus ojos negros y
brillantes y su piel sonrosada resalten aún más que de costumbre.
_ No, no tengo miedo _ dice Luciana
mostrando sus dientes blancos _ ¿tú me sostendrías verdad?
_ Yo siempre cuidaría de ti Luciana, si tú
quisieras _ responde Alberto con un tono solemne que hace que ella se sonroje y
estalle en una mar de risas.
Él también se sonroja y siente que no
debería haber pronunciado esas palabras. Teme que ella haga una burla de su
confesión. Pero no. Luciana se abraza a su cuello y luego le planta un beso
fresco en el carrillo.
_ ¡Qué gracioso eres!_ le dice sin
soltarse, con las mejillas hinchadas por su sonrisa.
Después corretea un rato alrededor de la
fuente, hasta que en una de las vueltas emboca una calle que se pierde entre
las casas de piedra. Justo antes de desaparecer da media vuelta y agita una
mano en dirección a Alberto. Él también agita la mano mientras piensa en voz
alta, “hasta mañana Luciana”.
Ese mañana llega. Es sábado. Cuando Susana
asoma por la cocina se encuentra a su marido de pie, junto a la mesa. Tiene la
cara lavada, el cabello limpio y peinado hacia adelante. Viste un grueso jersey
de lana con cuello vuelto que ella le había regalado dos inviernos antes, en
las navidades posteriores a la pérdida de María. Nunca se lo había puesto.
Sobre la mesa, Susana contempla un bol de cereales repleto hasta los bordes, y
una taza de café recién hecho. Nubes de vapor se dispersan por la cocina. Se
relame los labios y aspira profundamente por la nariz.
_ Siéntate por favor_ le suplica Alberto_ De
prisa, o se enfriará.
Él observa con atención cómo ella se
arrima al borde de la mesa, después lo mira, luego mira afuera, los vértices de
la ventana de la cocina están empañados. La nieve cubre el jardincito de la
entrada y el cielo tiene un color lechoso. Es un bonito día de invierno.
Se sienta. Lentamente, envuelve la taza
con las manos. Luego entorna los ojos y dibuja una sonrisa casi imperceptible.
_ Está caliente _ susurra.
_ Cuando termines me gustaría llevarte a
un sitio_ dice Alberto.
_ ¿Qué sitio?
_ Un lugar especial. Quiero que conozcas a
una amiga. Te gustará, ya verás.
Están sentados sobre el muro del pilón. No
se cogen de la mano, pero sus abrigos se rozan. No se miran a la cara, pero
cada uno observa los zapatos del otro. Pasan los minutos. De vez en cuando
alguien se acerca y bebe de los caños. Como un resorte Alberto gira la cabeza
con brusquedad, esperando ver a Luciana. Pero cuando se da cuenta de que no es
ella agacha la cabeza y la decepción se dibuja en su rostro.
_ Y bien, ¿dónde está?, ¿de quién se
trata?_ pregunta al fin Susana con una mezcla de impaciencia e intriga en su
voz.
_ Vendrá_ responde Alberto _ Es una niña
que he conocido hace tiempo. Estoy deseando presentártela.
_ ¿Una niña?
Alberto percibe un deje de perplejidad en
el tono de Susana.
_ Sí. Me la encontré de casualidad en este
mismo lugar. Lo pasamos muy bien juntos.
Al oír sus palabras Susana hunde la cara
en las manos y resopla. El tiempo transcurre con lentitud. Al final ella se
incorpora y le pregunta:
_ ¿Vienes?
_ Creo que me quedaré un rato más_
responde él.
Susana se recoge las solapas del abrigo y
se aleja sin mirar atrás. Alberto observa el pilón de la fuente. El agua está
congelada. Tan solo bajo los caños se distinguen unas aberturas por donde el
agua cae a goterones. En la superficie, media manzana reposa inmune al frío. Su
carne es marrón y la piel está ajada. Alberto alza la mirada. Ni una hoja viste
las ramas del manzano. Transcurren las horas. El día se acaba.
La busca cada mañana. Pasa los días junto
a la fuente, arrebujado en su abrigo, moviendo la cabeza como un pájaro
nervioso. Los vecinos lo saludan cuando se acercan a la fuente. Él hace lo
propio, y luego les pregunta por la muchacha, pero ellos lo miran confundidos y
también apenados. Nunca han visto a esa niña. Alberto desespera. Entonces toca
la puerta de la casa que guarda el manzano. Lo reciben amablemente. Le hacen
pasar al calor del hogar mientras los copos caen con fuerza sobre las espinas
de los cedros. Le ofrecen un café caliente. Él lo acepta por pura cortesía pero
enseguida pregunta por Luciana. Por aquélla que les sisa las manzanas.
“¿Quién?”, responden los dueños.
Alberto deja la taza sobre la mesa y se
marcha sin decir palabra. Acude a la policía, y al ayuntamiento. Nadie sabe
nada. Cree volverse loco. Pero sigue yendo a la fuente. Cada día, cada mañana.
El invierno avanza con el garbo de un
caracol. Un día de enero éste parece tomarse un respiro. La noche anterior ha
nevado copiosamente pero al amanecer el sol brilla en un cielo limpio, y
alrededor de la fuente de los Cuatro Caños la nieve acumulada se derrite
lentamente relumbrando sobre las piedras, y de las ramas peladas del manzano y
de las púas de los cedros, se deslizan gotas cristalinas que impactan sobre la
superficie medio helada del pilón. Allí se sienta Alberto, envuelto en su
abrigo, mirándose los zapatos calados que bucean en mitad de la nieve. De súbito
nota una presencia a su lado. Un anciano lo contempla fijamente desde unos ojos
vidriosos, velados por el tiempo. Su cara es un revoltijo de surcos apretados,
entre las manos sostiene el pomo de una garrota y por debajo de su boina asoman
los restos de una hirsuta cabellera.
_ ¿Lo conozco a usted?_ pregunta Alberto, incómodo.
Ha vuelto a aquella época en que le molestan las miradas ajenas.
_ No lo creo _ responde el anciano con la
voz de una vieja carraca _ aunque yo lo veo todos los días joven.
_ ¿De veras?_ replica él, incrédulo.
_ Sí. Lo que ocurre es que usted nunca me
ha prestado atención. Recuerdo la primera vez que lo vi. Casi se choca de
bruces con la fuente.
Al escuchar esas palabras Alberto siente
un hormigueo repentino por todo el cuerpo. De forma involuntaria yergue la
espalda y mira fijamente al anciano.
_ ¿Usted me ha visto todo este tiempo?_
pregunta perplejo.
_ Pues claro chaval. A usted y a la
mayoría de este pueblo. Tengo ya casi un siglo y llevo viniendo aquí los
últimos noventa años. Pregunte por Serafín, todo el mundo me conoce.
A Alberto se le aceleran las pulsaciones.
De repente le cuesta respirar.
_ ¿Me dice usted que me ha estado
observando todos los días desde octubre?
_ Sí, eso digo.
_ ¿Y qué hay de la muchacha? _ pregunta Alberto
cogiendo por el brazo al hombre que se hace llamar Serafín _ ¿Quién es ella?,
¿por qué ya no visita la fuente?
_ No le entiendo _ responde el viejo _ ¿de
qué muchacha me habla? Usted siempre viene solo…
Alberto se lleva las manos a la cabeza.
Luego emite una especie de gemido.
_ Pero no es posible_ farfulla, poniendo
sus manos sobre las rodillas huesudas de Serafín _ Ella existe lo sé. La vi con
mis propios ojos, la rocé con mis manos, me besó…
_ Tranquilícese joven _ dice Serafín
posando las manos arrugadas en las de Alberto.
Éste siente el calor de las manos del
anciano. Le entran ganas de llorar. Llora. Un rato largo. Serafín lo contempla
con ternura. Cuando se siente algo más reconfortado vuelve a hablar.
_ A ella le gustan las manzanas. Las manzanas
verdes. Siempre guardaba una entre los pliegues de la ropa.
De pronto Serafín aparta sus manos con
brusquedad. Alberto se sobresalta y ve como los ojos del anciano cobran
intensidad a través de las gotas de lluvia. Sus labios incoloros se abren
dibujando una mueca torcida. En ese momento pronuncia unas palabras. Su voz
suena como las hojas del otoño al ser arrastradas por el viento.
_ Luciana…_ dice.
Alberto no cree lo que acaba de escuchar.
Siente un vacío en la boca del estómago. Coge a Serafín por las solapas de su
vieja chaqueta y le impreca:
_ ¡Sí!, ¡es ella!, ¡es Luciana!, ¿dónde
puedo encontrarla?
Pero Serafín no se inmuta. Solo susurra:
_ No puede.
_ ¿Pero qué me dice?, ¿y eso por qué?_ pregunta
Alberto desolado.
_ Porque Luciana está muerta. Por eso. Yo
la recuerdo todos los días, aquí en la fuente, desde hace noventa años.
Alberto se queda prendido de la chaqueta
del viejo, como una carne flácida colgando de un gancho. Es incapaz de pronunciar
palabra. No puede pensar en nada. Tan solo siente dolor. Serafín cierra el
círculo.
_ Ella es mi amor de juventud. Nunca
conocí a otra. Nunca amé a otra. Y nunca me he separado de ella, aquí, en la
fuente. Éramos solo unos críos.
Las lágrimas de lluvia vuelven a empapar
los ojos de Serafín. Su cuerpo y su mente están muy lejos de aquel lugar, pero
continúa hablando.
_ Un día el inverno se la llevó. Cayó
sobre el pilón y el agua de la montaña no quiso ver más a Luciana corretear por
los muros de la fuente. Pero ahora sé que ella ha estado siempre a mi lado. Es
la niña del agua. Mi niña del agua.
Los siguientes tres meses Alberto los pasa
junto a Serafín. Apenas hablan entre ellos. No importa. Siente consuelo en
compañía del anciano. Aunque poco a poco algo va cambiando en su interior. Un
día se pregunta qué hace allí. Se ve desde fuera, junto a Serafín, contemplando
la fuente, estación tras estación. Él nunca se separará de la fuente. Siempre
la esperará. De pronto Alberto se ve como un extraño. Como parte de una
historia que no le pertenece. Y a la vez se da cuenta de que al cabo de muchas
estaciones no desea ver con los ojos de Serafín el espejo del agua. Entonces ve
llegar la primavera, y un día, contempla las flores blancas y rosadas del
manzano. Caen girando sobre el pilón,
perfumando el agua clara. Súbitamente siente un desasosiego. Quiere ver crecer
la primavera fuera de aquella prisión de granito y agua. Se levanta y corre.
Huye a toda prisa por las calles de Moralzarzal. Los vecinos lo contemplan a la
carrera. Él los saluda mientras vuela camino de su hogar. Tan solo quiere
abrazar a Susana. Decirle que el hechizo se ha roto. Alberto ríe. Ve como el
círculo rabioso se diluye en mitad del calendario. Quizás dentro de poco escuche
la risa y el llanto de un bebé muy cerca suyo. Susana lo ayudará a seguir avanzando
y él la despertará todas las mañanas con una sonrisa.