domingo, 12 de marzo de 2017

Mis escritos: "La niña del agua". Este cuento lo finalicé en noviembre de 2011. Pensé en una fuente. Pensé en una pérdida y en un sueño; y en el agua que cae... Ahí va...

La niña del agua


Alberto, sentado frente a un café frío y una tostada a medio comer, observa de nuevo el círculo rojo del calendario de pared que señala el segundo aniversario de la muerte de su hija, y también del que hubiera sido su noveno cumpleaños. El número doce destaca sobre los demás, maltratado como está por el círculo rabioso y de trazo grueso y profundo. Aparta la vista y mira su café posando los dedos en la taza. Está fría, y el café no desprende ningún aroma. “Si no querías mirarlo para qué lo señalaste…” se reprocha, pasando del café al resto de la tostada, un trocito embadurnado de mantequilla y miel cuya mezcla se extiende también por parte del plato.

“Pero cómo no iba a recordar la muerte de mi niña”, se reprende “eso sería imperdonable, sería como dejarla abandonada para siempre entre los hierros de aquella carretera”. En ese momento, vuelve a imaginar que tiene poder para cambiar las cosas. Que aquel instante fatídico podría ser remediado con un leve gesto sobre el recuerdo. Que su mujer, Susana, nunca reclamó su atención ofreciéndole la vista de un bonito valle repleto de robles, que él no apartó la mirada de la carretera y que María, su hija, seguía aún con ellos, soplando las velas de su noveno cumpleaños.

De repente Alberto escucha el eco de unos zapatos rompiendo los escalones que dan al hall de la entrada al dúplex, pero antes de salir por la puerta Susana se detiene, se asoma a la cocina y echa un vistazo rápido a su marido. Éste continúa observando la tostada. Lleva el pijama puesto, abierto por el pecho, y el pelo desaliñado deja entrever una calva incipiente.

_ Me marcho a trabajar _ dice Susana con un tono que no espera respuesta.

Al oírla, él, se rasca nervioso una barba de tres días y levanta ligeramente la vista. Pero en realidad mira sin ver. Como quién observa un escaparate sin prestar atención a los artículos expuestos. Los pasos de Susana se pierden en el jardincito de la entrada. Alberto fija los ojos en ella, únicamente cuando sabe que la tiene lejos de su incisiva mirada. Lleva un vestido rojo, de chaqueta, y unos zapatos negros, de tacón, que brillan lustrosos bajo la fría mañana de otoño. Mientras abre la puerta de la casa se enreda buscando en su bolso las llaves del coche. Luego vuelve ligeramente el rostro y Alberto la observa a través de la ventana enrejada de la cocina. El cabello castaño oscuro lo lleva recogido en una coleta. Esto hace que sus facciones, de rasgos rectilíneos en nariz y mentón, resalten aún más en la breve instantánea. Sus labios no son ni muy gruesos ni muy delgados y sus ojos achinados, le confieren un tinte perspicaz a la vez que atrayente. El resultado, un rostro con carácter. Equilibrado en sus formas. El mismo rostro que enamoró a Alberto años atrás. “Bueno, no exactamente”, reflexiona éste, mientras la imagen de Susana se evapora tras la puerta del dúplex. El dolor también la ha golpeado. Él la sigue observando con la memoria mientras ella arranca el coche camino del trabajo. Varias canas asoman a los lados, flotando sobre su cabello oscuro, y una sombra navega monótona bajo sus párpados. Ni el tinte ni el maquillaje logran disimular las marcas, y aunque así fuera, nunca podrían ocultar el ceño fruncido y sus labios apretados. Por una milésima de segundo piensa en levantarse, salir corriendo a la calle y pararse frente al coche de su mujer para dedicarle un gesto de cariño. Quizás bastaría con una tímida sonrisa o con pegar su mano abierta contra la luna del conductor. Es posible que así el vacío se rasgara y que Susana relajara su bello rostro y que aquél fuera el comienzo de un amanecer diferente. Pero entonces Alberto fija otra vez su mirada en el círculo rojo. Su contorno le pesa, le hace caer como un plomo sobre la silla de la cocina, le tira del estómago hacia abajo, hasta que finalmente la tostada a medio comer y la mezcla de mantequilla y miel dejan muda la voluntad de Alberto, que permanece inmóvil, con los pies descalzos, apoyados sobre el frío suelo de cerámica.

Una semana más tarde camina por las calles empedradas del lugar donde vive desde hace un año. Moralzarzal, un pueblo de la sierra de Madrid. Él se dejó arrastrar hasta allí por Susana, “como si fuese una maleta más”, piensa, mientras entra en la panadería dispuesto a comprar una barra. Un encargo de su mujer al que ha decidido hacer frente sin ningún entusiasmo.

“Ella se ocupó de todo”, sigue reflexionando. “Él no tuvo que mover un dedo. Tan solo subirse al coche y aparecer en aquel lugar alejado de los recuerdos”.

“No entiendo por qué hacemos esto” le dice Alberto a Susana justo antes de emprender camino, “parece que quieras escapar de María”.

Ella lo mira, con el semblante contraído, pero no dice nada. Solo conduce. Dejando atrás la ciudad. Camino de su nuevo hogar. Él, a su lado, apoya la frente en la ventanilla, con la mirada perdida más allá de los vapores de una vieja fábrica.

Alguien reclama su atención. Es la panadera. Lo saluda con cierta familiaridad. Alberto se sorprende. “Después de todo, esto es un pueblo y él ya está perdiendo el anonimato”, piensa. Ha debido comprar más veces en ese lugar, aunque no recuerda a aquella mujer.

Sale a la calle. El sol de octubre se refleja con fuerza en los tejados. Decide pasear un rato. Arrastra los pies sin rumbo fijo, balanceando la bolsa del pan de atrás hacia adelante, al compás de sus pasos. Prefiere caminar mirando al suelo. Le incomodan las miradas de sus vecinos. Cada vez que levanta la vista y se cruza directamente con una parece como si adivinara todo lo que transcurre por su cabeza. Por eso busca el refugio del dúplex. El vivo silencio de los objetos que le rodean. El crujido de los armarios, el lloro de una tubería. “Es curioso” medita mientras atraviesa la plaza del pueblo, “el día no suena igual en diario que en fin de semana”. Tardó en darse cuenta. Pero con el transcurrir de los meses desde que renunció a su trabajo, incapaz de enfrentarse a la tarea de salir de casa y abrir un ordenador, fue percatándose de que el tiempo no pasa de la misma forma un día que otro. En diario, éste, se diluye con más lentitud a través de las paredes. Avanza a trompicones por el segundero y los ruidos que se escuchan allá afuera son más marcados que en fin de semana. Un avión que sobrevuela a poca distancia, el taladro lejano del alguna obra. “A esos sonidos les falta música” sentencia Alberto “no como los sábados, ahí los sonidos anteriores se evaporan y es cuando la música suena, suenan las protestas, los lloros y las risas de los niños, que se levantan de las camas, que corretean por el pasillo, que arrastran por los pelos un viejo muñeco o que botan una pelota contra las paredes blancas. Pero esa música solo existe afuera” se lamenta. Dentro reina el silencio. Teme el momento en que crujen los cerrojos y Susana aparece por la tarde, de vuelta del trabajo, mientras él aún no se ha cambiado el pijama y la mira de reojo, sin saber que decirle. Pero ella ya está acostumbrada a su silencio, a su dejadez, y pasa de largo, como si fuese una extraña de la que solo le resulta familiar aquella antigua belleza, que se esconde tras el rictus severo de su ceño fruncido y sus labios apretados.

Alberto ha caminado a lo largo de la calle de la Iglesia y se ha detenido junto a la fuente de los Cuatro Caños. Es una fuente de piedra, donde el agua fluye mansa desde la montaña. Se compone de dos pilones. Uno es pequeño, le llega a Alberto por el borde de la cintura y el roce del agua al caer desgasta el fondo de la piedra. Se acerca y bebe de uno de los caños que vierten su agua. Es un trago largo y refrescante que hace que sienta una sensación de alivio bajo el sol del mediodía. Aunque éste ya no muerde como en verano el día es brillante y cálido. Después acerca una mano al chorro y luego se la restriega por la cara junto a la música del agua. Más tarde alza los ojos hacia el grabado que se haya inscrito en un muro alto que se eleva sobre el pilón pequeño. Éste reza su día de nacimiento en 1885. “Debe ser uno de los lugares más antiguos del pueblo” reflexiona. Permanece allí de pie unos segundos, sin saber si continuar camino o disfrutar un rato más de aquel oasis de tranquilidad. Finalmente decide lo último. Rodea el pilón pequeño y se sienta bajo la sombra de un cedro, sobre el muro de piedra que conforma el pilón más grande. Éste se sitúa detrás del muro donde está el grabado, es más bajo que el pilón pequeño, pero es mucho más amplio, tanto como una piscina de esas de juguete donde los niños chapotean en medio del jardín. Está rodeado por losas de granito y por árboles que dan sombra al conjunto. Varios caños se encargan de mantener el pilón lleno hasta los bordes. Alberto escruta su fondo, y observa algo que llama su atención. Pero antes de que pueda dar nombre a la imagen escucha una voz dulce justo a su lado.

_ Son manzanas _ dice la voz _ manzanas verdes. El fondo está lleno.

Alberto se gira y se queda paralizado. Frente a él, una hermosa muchacha de no más de once años le observa a través de unos ojos negros y redondos, tan profundos que Alberto deja de escuchar la música de la fuente, ahora solo ve aquellos ojos, que absorben la música del agua con cada borboteo del caño. De repente la niña saca una mano de detrás de la espalda y muerde una manzana enorme, como aquéllas que reposan en el fondo del pilón, y deja marcado un perfecto mordisco con sus dientes blancos. El jugo salpica su sonrosada piel y sus labios rojos mientras él la observa sin decir palabra. Tiene el cabello negro y su melena es corta y ondulada. No puede dejar de mirarla.

_ ¿Quieres una?_ pregunta la niña, sacando otra manzana de uno de los pliegues de su falda.

Él no responde.

_ ¿Qué te pasa?, ¿no sabes hablar?, ¿no te gustan las manzanas? _ le interpela la pequeña con una sonrisa fresca dibujada en los labios.

Por fin el hechizo se rompe.

_ Pues sí, sí me gustan la verdad. Pero ahora no me apetecen…gracias.

_ Están muy ricas. Mi madre dice que es bueno comer una todos los días. Que así vives más tiempo.

_ Ya…_Alberto responde de forma automática. Aquella niña le ha hecho recordar a su hija, aunque no se le parezca en nada. María era rubia, y más pequeña y tenía los ojos azules como un fondo de piscina. Aún así hay algo similar en esa muchacha. Quizás su alegría o su desparpajo.

_ ¿Y por qué hay tantas manzanas? _ pregunta Alberto.

Ella está jugando con la manzana mordida y apoya la superficie aún inmaculada sobre el borde de uno de los caños. Al instante el agua la salpica en la cara y en la blusa y la niña ríe.

_ Pues por qué va a ser _ responde después _ ¿Acaso no ves el manzano? Los pájaros las pican y las arrojan a la pila.

Alberto levanta la vista. Parte de la copa de un enorme manzano da sombra al pilón. Unos metros más allá, el tronco se esconde tras los muros de una casa que se eleva a escasos metros de la fuente.

_ ¿Cómo te llamas?

_ Luciana, ¿y tú?

_ Alberto.

_ Que nombre más feo.

Él sonríe.

_ El tuyo sin embargo es bonito.

_ A mí sí me gusta… ¿Tienes hora?

Alberto se mira la muñeca, pero no lleva reloj. Entonces mira al sol.

_ Debe ser la una _ contesta haciéndose el interesante.

Luciana se carcajea.

_ ¿Y cómo lo sabes? No tienes reloj…eres un mentiroso…

_ Por el sol. Por lo alto que está en el cielo, es la una…

_ ¡Ja!

_ De verdad.

Luciana da otro mordisco a la manzana.

_ Bueno pues me voy, es tarde… ¿seguro que no quieres una manzana?

_ Seguro.

_ Adiós _ dice Luciana despidiéndose.

_ Adiós _ responde Alberto mientras la ve desaparecer a pasitos cortos tras una esquina.

Una semana más tarde espera sentado junto al pilón de la fuente la llegada de Luciana. Han sido siete largos días en los que no ha podido dejar de pensar en la muchacha. Siente como si la conociera desde siempre. Como si la hubiese visto dar sus primeros pasos amarrándose a sus dedos con sus diminutas manitas. Le inspira una enorme ternura. Alberto sostiene en su regazo una barra de pan torturada por los pellizcos de sus dedos, que se mueven nerviosos manoseando la corteza. Tiene los pies rodeados por un ejército de migas. Mira al cielo. Está algo nublado. El otoño ha caído de lleno en la sierra. Lleva puesta una cazadora. De pronto sopla una racha de viento y una manzana golpea la superficie del agua. Alberto observa los círculos concéntricos que se expanden a lo largo y ancho del pilón.

Luciana aparece por detrás del muro que protege el pilón pequeño, lleva puesta una trenca abotonada y unas medias de lana blanca que finalizan en unos zapatitos negros de hebilla. Enseña sus dientes blancos al ver a Alberto mientras su piel se estira y sus mofletes brillan sonrosados por el frío otoñal.

_ Hola, ¿qué haces?_ pregunta despreocupada.

_ Nada. Me gusta este sitio. Aquí me siento bien.

Luciana le mira con suspicacia.

_ ¿No habrás venido a robarme mis manzanas verdad?

Él sonríe. Mientras, ella, con los brazos en cruz, comienza a caminar por lo alto del muro que rodea el pilón, imitando a una funambulista.

_ ¿Son tuyas?_ pregunta Alberto.

_ Claro. Esta parte del manzano es mía. Aunque los señores de aquella casa se enfadan conmigo cada vez que trepo por la fuente para coger alguna. No sé por qué, a ellos les sobran.

_ A lo mejor es porque tienen miedo de que te ocurra algo.

_ ¡Qué va!, si es muy fácil, ¡ya verás!

En ese instante gira sobre sus pasos con cuidado de no resbalar y caer sobre el agua, luego se dirige al pilón pequeño y con sorprendente agilidad trepa por él y también por el muro que conserva el grabado de inauguración de la fuente. En un momento Luciana aparece con los pies en lo alto, a tres metros del suelo y con los brazos estirados hacia la copa del manzano. Alberto no puede evitar sentir cierto temor, pero no quiere incomodarla advirtiéndole del peligro. Ésta, en un abrir y cerrar de ojos ya se ha plantado frente a él con una hermosa y resplandeciente manzana posada en su mano. La niña se le acerca tanto que Alberto puede aspirar su perfume. Luciana desprende un aroma como de manzana recién mordida. De repente siente el impulso irresistible de alargar la mano y deslizar sus dedos por sus mejillas. Pero antes de que eso ocurra Luciana pone la manzana sobre la mano extendida de Alberto y éste percibe la piel suave y cálida de la niña, y un escalofrío le remueve de pies a cabeza, como si el agua fresca de la fuente discurriera ahora por sus venas. Se lleva la manzana a la boca y le pega un sonoro mordisco.

_ ¿Está rica?_ pregunta Luciana.

_ Mucho _ responde él.

A la mañana siguiente Susana se asoma por la puerta de la cocina y ve a Alberto calzándose los zapatos. Sobre el fregadero reposan una taza vacía y un plato con restos de migas. Él levanta la cabeza y le dedica a ella una tímida y fugaz sonrisa.

_ Te has afeitado _ dice Susana con un leve tono de complacencia en su voz.

Alberto no responde.

_ ¿Traerás hoy el pan?

_ Claro _ dice él.

Alberto acude todas las mañanas, de lunes a viernes, a la fuente de los Cuatro Caños. Sus encuentros con Luciana le han hecho olvidar los muros de su prisión. Ya no lo protegen de las miradas de sus vecinos. Todo lo contrario. Ahora se salta las barreras y saluda a Carmen, la panadera, y a Felipe, el de los periódicos. Camina de prisa meneando la bolsa de pan en círculos como si se tratase de un molinillo. Y su mirada siempre busca la fuente cuando emboca la calle de la Iglesia, y allí la encuentra, arropada por los cedros, perfumada bajo la sombra del manzano. Después se sienta en el muro del pilón, meneando las piernas, pellizcando el pan, hasta que, justo en el momento en que su mente navega lejos de allí, Luciana aparece cantando o bailando y le dedica un insulto afectuoso o miles de preguntas que los adultos no siempre saben cómo responder.

Principios de diciembre. El otoño se despide, consumido por el frío que discurre desde las montañas nevadas. Alberto siente la piedra de la fuente congelada bajo su ropa. Hunde los dedos bajo el chorro del caño. El agua fluye rabiosa. En seguida nota un dolor punzante en la yema de los dedos. Retira la mano.

_ Pronto el agua del pilón se congelará_ dice Luciana acariciando con una mano blanca, como de muñeca de porcelana, el hombro de Alberto.

Éste, como siempre, se sorprende.

_ A veces cuelgan carámbanos de los caños_ continúa diciendo _ Una vez hasta se congelaron los chorros. Todos vinieron a verlo.

Después la niña escala de nuevo el muro y se pone de puntillas. Con el cuello estirado ojea la copa del manzano que ahora apenas da sombra con sus ramas peladas. Alberto siente otra vez un temor irreverente al verla allí arriba, sobre la piedra helada.

_ ¿No tienes miedo de resbalar?_ pregunta al fin.

Ella continúa investigando con su cuello de garza.

_ Ya no quedan manzanas, y las últimas hojas pronto caerán sobre las púas de los cedros.

Por fin mira al suelo. Con gran agilidad desciende la pared y se sienta junto a Alberto. Lleva puesto un gorro beige que le cubre también las orejas y el cuello. Eso hace que sus ojos negros y brillantes y su piel sonrosada resalten aún más que de costumbre.

_ No, no tengo miedo _ dice Luciana mostrando sus dientes blancos _ ¿tú me sostendrías verdad?

_ Yo siempre cuidaría de ti Luciana, si tú quisieras _ responde Alberto con un tono solemne que hace que ella se sonroje y estalle en una mar de risas.

Él también se sonroja y siente que no debería haber pronunciado esas palabras. Teme que ella haga una burla de su confesión. Pero no. Luciana se abraza a su cuello y luego le planta un beso fresco en el carrillo.

_ ¡Qué gracioso eres!_ le dice sin soltarse, con las mejillas hinchadas por su sonrisa.

Después corretea un rato alrededor de la fuente, hasta que en una de las vueltas emboca una calle que se pierde entre las casas de piedra. Justo antes de desaparecer da media vuelta y agita una mano en dirección a Alberto. Él también agita la mano mientras piensa en voz alta, “hasta mañana Luciana”.

Ese mañana llega. Es sábado. Cuando Susana asoma por la cocina se encuentra a su marido de pie, junto a la mesa. Tiene la cara lavada, el cabello limpio y peinado hacia adelante. Viste un grueso jersey de lana con cuello vuelto que ella le había regalado dos inviernos antes, en las navidades posteriores a la pérdida de María. Nunca se lo había puesto. Sobre la mesa, Susana contempla un bol de cereales repleto hasta los bordes, y una taza de café recién hecho. Nubes de vapor se dispersan por la cocina. Se relame los labios y aspira profundamente por la nariz.

_ Siéntate por favor_ le suplica Alberto_ De prisa, o se enfriará.

Él observa con atención cómo ella se arrima al borde de la mesa, después lo mira, luego mira afuera, los vértices de la ventana de la cocina están empañados. La nieve cubre el jardincito de la entrada y el cielo tiene un color lechoso. Es un bonito día de invierno.

Se sienta. Lentamente, envuelve la taza con las manos. Luego entorna los ojos y dibuja una sonrisa casi imperceptible.

_ Está caliente _ susurra.

_ Cuando termines me gustaría llevarte a un sitio_ dice Alberto.

_ ¿Qué sitio?

_ Un lugar especial. Quiero que conozcas a una amiga. Te gustará, ya verás.

Están sentados sobre el muro del pilón. No se cogen de la mano, pero sus abrigos se rozan. No se miran a la cara, pero cada uno observa los zapatos del otro. Pasan los minutos. De vez en cuando alguien se acerca y bebe de los caños. Como un resorte Alberto gira la cabeza con brusquedad, esperando ver a Luciana. Pero cuando se da cuenta de que no es ella agacha la cabeza y la decepción se dibuja en su rostro.

_ Y bien, ¿dónde está?, ¿de quién se trata?_ pregunta al fin Susana con una mezcla de impaciencia e intriga en su voz.

_ Vendrá_ responde Alberto _ Es una niña que he conocido hace tiempo. Estoy deseando presentártela.

_ ¿Una niña?

Alberto percibe un deje de perplejidad en el tono de Susana.

_ Sí. Me la encontré de casualidad en este mismo lugar. Lo pasamos muy bien juntos.

Al oír sus palabras Susana hunde la cara en las manos y resopla. El tiempo transcurre con lentitud. Al final ella se incorpora y le pregunta:

_ ¿Vienes?

_ Creo que me quedaré un rato más_ responde él.

Susana se recoge las solapas del abrigo y se aleja sin mirar atrás. Alberto observa el pilón de la fuente. El agua está congelada. Tan solo bajo los caños se distinguen unas aberturas por donde el agua cae a goterones. En la superficie, media manzana reposa inmune al frío. Su carne es marrón y la piel está ajada. Alberto alza la mirada. Ni una hoja viste las ramas del manzano. Transcurren las horas. El día se acaba.

La busca cada mañana. Pasa los días junto a la fuente, arrebujado en su abrigo, moviendo la cabeza como un pájaro nervioso. Los vecinos lo saludan cuando se acercan a la fuente. Él hace lo propio, y luego les pregunta por la muchacha, pero ellos lo miran confundidos y también apenados. Nunca han visto a esa niña. Alberto desespera. Entonces toca la puerta de la casa que guarda el manzano. Lo reciben amablemente. Le hacen pasar al calor del hogar mientras los copos caen con fuerza sobre las espinas de los cedros. Le ofrecen un café caliente. Él lo acepta por pura cortesía pero enseguida pregunta por Luciana. Por aquélla que les sisa las manzanas.

“¿Quién?”, responden los dueños.

Alberto deja la taza sobre la mesa y se marcha sin decir palabra. Acude a la policía, y al ayuntamiento. Nadie sabe nada. Cree volverse loco. Pero sigue yendo a la fuente. Cada día, cada mañana.

El invierno avanza con el garbo de un caracol. Un día de enero éste parece tomarse un respiro. La noche anterior ha nevado copiosamente pero al amanecer el sol brilla en un cielo limpio, y alrededor de la fuente de los Cuatro Caños la nieve acumulada se derrite lentamente relumbrando sobre las piedras, y de las ramas peladas del manzano y de las púas de los cedros, se deslizan gotas cristalinas que impactan sobre la superficie medio helada del pilón. Allí se sienta Alberto, envuelto en su abrigo, mirándose los zapatos calados que bucean en mitad de la nieve. De súbito nota una presencia a su lado. Un anciano lo contempla fijamente desde unos ojos vidriosos, velados por el tiempo. Su cara es un revoltijo de surcos apretados, entre las manos sostiene el pomo de una garrota y por debajo de su boina asoman los restos de una hirsuta cabellera.

_ ¿Lo conozco a usted?_ pregunta Alberto, incómodo. Ha vuelto a aquella época en que le molestan las miradas ajenas.

_ No lo creo _ responde el anciano con la voz de una vieja carraca _ aunque yo lo veo todos los días joven.

_ ¿De veras?_ replica él, incrédulo.

_ Sí. Lo que ocurre es que usted nunca me ha prestado atención. Recuerdo la primera vez que lo vi. Casi se choca de bruces con la fuente.

Al escuchar esas palabras Alberto siente un hormigueo repentino por todo el cuerpo. De forma involuntaria yergue la espalda y mira fijamente al anciano.

_ ¿Usted me ha visto todo este tiempo?_ pregunta perplejo.

_ Pues claro chaval. A usted y a la mayoría de este pueblo. Tengo ya casi un siglo y llevo viniendo aquí los últimos noventa años. Pregunte por Serafín, todo el mundo me conoce.

A Alberto se le aceleran las pulsaciones. De repente le cuesta respirar.

_ ¿Me dice usted que me ha estado observando todos los días desde octubre?

_ Sí, eso digo.

_ ¿Y qué hay de la muchacha? _ pregunta Alberto cogiendo por el brazo al hombre que se hace llamar Serafín _ ¿Quién es ella?, ¿por qué ya no visita la fuente?

_ No le entiendo _ responde el viejo _ ¿de qué muchacha me habla? Usted siempre viene solo…

Alberto se lleva las manos a la cabeza. Luego emite una especie de gemido.

_ Pero no es posible_ farfulla, poniendo sus manos sobre las rodillas huesudas de Serafín _ Ella existe lo sé. La vi con mis propios ojos, la rocé con mis manos, me besó…

_ Tranquilícese joven _ dice Serafín posando las manos arrugadas en las de Alberto.

Éste siente el calor de las manos del anciano. Le entran ganas de llorar. Llora. Un rato largo. Serafín lo contempla con ternura. Cuando se siente algo más reconfortado vuelve a hablar.

_ A ella le gustan las manzanas. Las manzanas verdes. Siempre guardaba una entre los pliegues de la ropa.

De pronto Serafín aparta sus manos con brusquedad. Alberto se sobresalta y ve como los ojos del anciano cobran intensidad a través de las gotas de lluvia. Sus labios incoloros se abren dibujando una mueca torcida. En ese momento pronuncia unas palabras. Su voz suena como las hojas del otoño al ser arrastradas por el viento.

_ Luciana…_ dice.

Alberto no cree lo que acaba de escuchar. Siente un vacío en la boca del estómago. Coge a Serafín por las solapas de su vieja chaqueta y le impreca:

_ ¡Sí!, ¡es ella!, ¡es Luciana!, ¿dónde puedo encontrarla?

Pero Serafín no se inmuta. Solo susurra:

_ No puede.

_ ¿Pero qué me dice?, ¿y eso por qué?_ pregunta Alberto desolado.

_ Porque Luciana está muerta. Por eso. Yo la recuerdo todos los días, aquí en la fuente, desde hace noventa años.

Alberto se queda prendido de la chaqueta del viejo, como una carne flácida colgando de un gancho. Es incapaz de pronunciar palabra. No puede pensar en nada. Tan solo siente dolor. Serafín cierra el círculo.

_ Ella es mi amor de juventud. Nunca conocí a otra. Nunca amé a otra. Y nunca me he separado de ella, aquí, en la fuente. Éramos solo unos críos.

Las lágrimas de lluvia vuelven a empapar los ojos de Serafín. Su cuerpo y su mente están muy lejos de aquel lugar, pero continúa hablando.

_ Un día el inverno se la llevó. Cayó sobre el pilón y el agua de la montaña no quiso ver más a Luciana corretear por los muros de la fuente. Pero ahora sé que ella ha estado siempre a mi lado. Es la niña del agua. Mi niña del agua.

Los siguientes tres meses Alberto los pasa junto a Serafín. Apenas hablan entre ellos. No importa. Siente consuelo en compañía del anciano. Aunque poco a poco algo va cambiando en su interior. Un día se pregunta qué hace allí. Se ve desde fuera, junto a Serafín, contemplando la fuente, estación tras estación. Él nunca se separará de la fuente. Siempre la esperará. De pronto Alberto se ve como un extraño. Como parte de una historia que no le pertenece. Y a la vez se da cuenta de que al cabo de muchas estaciones no desea ver con los ojos de Serafín el espejo del agua. Entonces ve llegar la primavera, y un día, contempla las flores blancas y rosadas del manzano.  Caen girando sobre el pilón, perfumando el agua clara. Súbitamente siente un desasosiego. Quiere ver crecer la primavera fuera de aquella prisión de granito y agua. Se levanta y corre. Huye a toda prisa por las calles de Moralzarzal. Los vecinos lo contemplan a la carrera. Él los saluda mientras vuela camino de su hogar. Tan solo quiere abrazar a Susana. Decirle que el hechizo se ha roto. Alberto ríe. Ve como el círculo rabioso se diluye en mitad del calendario. Quizás dentro de poco escuche la risa y el llanto de un bebé muy cerca suyo. Susana lo ayudará a seguir avanzando y él la despertará todas las mañanas con una sonrisa.

miércoles, 8 de marzo de 2017


CRECIMIENTO DE VIDA:

LAS CADENAS ENVENENADAS de whatsapp o similares:

Hace unos días recibí un mensaje de whatsapp de esos estándar conminándome a que, debido al discurso de Fernando Trueba al recibir el Premio Nacional de Cinematografía en el que este insistía una y otra vez en que no se sentía español, yo, lo que tenía que hacer era no ir a ver sus películas y, además, el mensaje, me animaba a que lo reenviara a mis contactos para yo animarles a su vez a que todos ellos tampoco vieran sus películas. La consigna era: “Pásalo”.

Vamos, lo que yo debía hacer, en colaboración con todos los que se sumaran a la causa es, mediante el “clic” de un pulgar (gran esfuerzo = ironía), condenar a Fernando Trueba al ostracismo total. La R.A.E., en una de sus definiciones, alude al ostracismo como “Apartamiento de cualquier responsabilidad o función política o social”. Es decir, que si la causa global orquestada a través de whatsapp tiene éxito, y además, Trueba comete el sacrilegio, después de decir que no se siente español, de continuar viviendo en España, conseguiremos aislar a Fernando Trueba, le arrebataremos su profesión más querida y le obligaremos a buscarse el pan de otra forma; a no ser que decida emigrar a otro país donde exista un público más proclive a ver sus obras.

Y digo yo, ya que nos ponemos, ¿por qué no ampliamos la causa?, ¿por qué no vamos todos los días a la puerta de su casa a insultarle por nuestro orgullo patrio herido? ¡O mejor!, ¿Por qué no llamamos a la Asociación de Donantes de Órganos, o a los gerentes de los hospitales y les conminamos a que si en algún momento Fernando Trueba necesita un órgano le pongamos siempre al final de la lista? Total, no se siente español así que, ¿por qué tendríamos que salvarle la vida?

Vale, ¿y si nos ocurriera a nosotros?, ¿y si de repente viviéramos en nuestra piel el peso del ajusticiamiento popular por algo que hemos dicho o hecho que no es conforme al pensamiento de otros? Porque yo tengo orejas y, un día sí y otro también, escucho decir y veo hacer cosas que no comparto. Por ejemplo, una falacia que de tanto repetirla hay personas que ya la asumen como una verdad indiscutible: “La mayoría de los refugiados que vienen de África son terroristas camuflados”.

Bien, ¿qué tendríamos que hacer con quién lo ha dicho, o con quién asume como cierta esta falacia? ¿La aislamos también? ¿Le arrebatamos el pan? ¿Publicamos su cara en el periódico y en internet y ponemos “se busca”?

¿Y qué haremos con nosotros mismos cuando nos demos cuenta de que acabamos de hacer o decir una barbaridad? ¿Porque todos tenemos nuestro puntito de humildad, verdad? ¿Y todos sabemos que metemos la pata muchas veces, verdad? ¿Seremos tan mordaces entonces? ¿Les suplicaremos a los ajusticiadores populares del “clic” del pulgar que no muestren piedad con nosotros? ¿Nos colocaremos nosotros solos la corona de espinas, cargaremos la cruz y luego nos clavaremos en ella?

Yo no sé todo lo que le rondaba a Fernando Trueba cuando, en su discurso de agradecimiento por el premio otorgado, dijo que “en su vida no se había sentido español ni cinco minutos”. No tengo suficiente información y, por lo tanto criterio, para valorarlo en su justa medida y menos para pulsar un “clic”, y, aunque lo tuviera, tampoco lo pulsaría. No sé si su discurso era irónico, o protestatario, o si lo sentía de verdad, o si ese día se había “tomado” algo; repito, no lo sé, y en todo caso no es el meollo de este artículo y además, como he dicho, me falta criterio para emitir una opinión solo basándome en el video que circula por whatsapp junto al mensaje de llamamiento a las armas. Lo que sí sé es que yo en su momento decidí que las palabras de Trueba no me afectaran de forma negativa porque, como dijo el filósofo griego Epicteto, “no nos afecta lo que nos sucede sino lo que nos decimos sobre lo que nos sucede”. Además, prefiero no refugiarme en símbolos patrios para alimentar valores de intolerancia, o emociones de resentimiento, cólera o venganza; porque entonces lo que me ocurre es que, de repente, el símbolo de la bandera me empieza a generar a mí también cierta alergia (a los amigos de las cadenas envenenadas os acabo de hacer un regalo; ya podéis crear una contra mí: no leáis a David Villegas, es un antipatriota, ¡que se vaya!, ¡que se vaya!, ¡a la hoguera!)

Lo que prefiero, si el filtro tiene que ser la bandera de España, es sentirme feliz, por ejemplo, porque la solidaridad de los españoles ha hecho posible que seamos líderes mundiales en donación de órganos, o que, en la época de crisis tan profunda que ha vivido (o vive) España y que hoy muchos siguen sufriendo, la familia (los abuelos) hayan sido un pilar fundamental para que sus miembros salgan adelante, o de que, cuando hay un atentado terrorista o una catástrofe en el medio ambiente, los españoles nos hayamos lanzado a la calle como fieras para ayudar a los heridos, consolar a los familiares de las víctimas o para paliar el desastre calzándonos unas botas y haciéndonos con un cubo para coger kilos y kilos de chapapote.

Pero claro, sería yo muy vanidoso si me creyera por encima del resto, si creyera que estoy en posesión de la verdad, que yo soy más importante que los demás. Día a día me propongo ser más humilde y, por supuesto, que en muchas ocasiones no lo consigo, pero esto es un artículo de crecimiento de vida y no un lugar para juzgar.

No quiero juzgar, y si lo he hecho no es mi intención y pido perdón, pues comprendo que las emociones en infinitas ocasiones nos pueden y nos arrastran a decir o a hacer cosas de las que muchas veces o, no hemos pensado lo suficiente sobre ellas, o ni siquiera estamos plenamente convencidos del mensaje pero, con la “masa”, nos hemos dejado llevar. Otras veces sí habremos pensado mucho sobre ellas y estaremos plenamente convencidos del contenido de los mensajes, pero quizá no nos hayamos parado a analizar con suficiente esmero, las consecuencias negativas que se pueden derivar de nuestros actos. Me viene a la cabeza este dicho: “Ten cuidado con lo que deseas a ver si se va a cumplir”. A lo mejor, un día, se cumple que nadie va a ver las películas de Trueba. A lo mejor se hace realidad su aislamiento total y a lo mejor, para nuestra sorpresa, nos damos cuenta de que, al contemplar nuestra venganza satisfecha, resulta que no nos encontramos tan felices como esperábamos. ¿Y por qué? Pues porque la felicidad no la trae el sentimiento de venganza, ni del enojo. Más bien, la felicidad tiene que ver con la serenidad, con saber perdonar, con practicar la humildad, con no hacernos tan íntimos amigos de nuestro EGO, con no participar o mirar hacia otro lado ante ajusticiamientos masivo – tecnológicos.

Yo mismo, mientras escribo este artículo, no estoy seguro de no haber reenviado alguna vez una de estas cadenas envenenadas; es más, probablemente lo haya hecho. ¿Y sabéis qué? Pues que me perdono. Y que no me voy a llevar a la hoguera. Ni me voy a aislar del resto del mundo en una oscura habitación. Lo que sí voy a hacer, sin embargo, es intentar aprender del error. Aprender de que, si lo he hecho, si he participado en la quema de brujas, eso me sirva para saber precisamente lo que no quiero volver a hacer. La próxima vez que me llegue un mensaje estándar de lapidación hacia una persona: NO QUIERO REENVIAR NUNCA MÁS UNA CADENA ENVENENADA.

Os deseo a TODOS, felicidad.

MUY IMPORTANTE: Doy las gracias de corazón a la persona que me envió este whatsapp (por cierto, un buen amigo) Si no hubiese sido así, con total seguridad, yo no habría reflexionado sobre esta idea y escrito este artículo. (Cero ironía)

¡GRACIAS!

martes, 7 de marzo de 2017


Mis reseñas:

“Las  horas distantes”. Kate Morton. Editorial SUMA. 2012.

“La magnificencia de un rayo lo maravilló. Por unos instantes una luz plateada alumbró el mundo que lo rodeaba – una gran maraña de árboles, un pálido castillo de piedra en lo alto de la colina, el sendero serpenteante que se abría entre los campos temblorosos-, luego todo volvió a teñirse de negro”.

Como lector:
Me he entretenido. El libro me ha transportado a Londres y a la campiña inglesa, y un sutil aroma a Cumbres Borrascosas me ha venido a la memoria (eso sí, no más allá de “sutil”)
Misterio familiar. Varias generaciones. Castillo incluido. Historia de amor (no cursi) y un enigma por resolver.
El libro tiene su largura, y quizás no me ha llevado a la velocidad que me hubiese gustado, pero mantiene el suspense y el final está bien resuelto. En las últimas páginas el ritmo se acelera, el nudo se desata y (más o menos) todo se resuelve. “Las horas distantes” pueden estar bien para unas vacaciones (eso sí, por lo menos de dos semanas  J)

Bien es cierto que en mi opinión no es una obra maestra y que las obras de Kate Morton comienzan a “saber” a lo mismo (historia familiar con intriga con varias generaciones de por medio y solución del misterio al final) Es como leer en varios libros la misma historia pero con diferentes lugares y personajes. También ocurre con Kent Follett y las obras que han seguido a “Los Pilares de la Tierra”. En fin, para quién le guste, pues perfecto, porque no es mala escritora. Eso sí, yo, por mi parte, tardaré bastante en leerme algo suyo de nuevo.
Como escritor:
He tomado nota de cómo caracteriza la “atmósfera”, que para Kate Morton siempre es un personaje más de sus novelas. También es más que correcta su manera de hilar la trama y la caracterización de los personajes; y los “indicios” los emplea bien. Es decir, en la novela los hechos relevantes para la trama no suceden por “casualidad”:
También he confirmado lo recurrentes y ruidosos que pueden llegar a ser los adverbios terminados en “mente” cuando se abusa de ellos. Creo Kate Morton se pasa tres pueblos con ellos (siendo consciente de que la obra original está escrita en inglés) y que hay formas más ricas de evitarlos y expresar lo mismo. Gabriel García Márquez, por ejemplo, no pone ni un solo adverbio terminado en “mente” en su genial obra “El amor en los tiempos del cólera”. Vale que no hay que llegar a tanto pero… ¡un poquito de por favor Kate!

GRACIAS POR TU LIBRO KATE MORTON.

domingo, 5 de marzo de 2017


Mis reseñas:

“La chica del tren”. Paula Hawkins. Editorial Planeta. 2015.

“A veces ni siquiera miro pasar los trenes, sólo los escucho. Sentada aquí por las mañanas con los ojos cerrados y la anaranjada luz del cálido sol en los párpados, tengo la sensación de que podría estar en cualquier lugar”.
Como lector:
Como lector me he divertido, y me he emocionado según qué pasaje. Se me ha acelerado el corazón, he sentido cierta falta de aire, y las últimas cien páginas me las he ventilado de un plumazo. Sí, la historia de Paula Hawkins me ha llevado en volandas hasta su final. Un final que, en mi opinión, no desmerece. Tampoco desmerece su calidad literaria que, si bien no alcanza cotas imborrables en la literatura universal, sí fluye con naturalidad y le sirve más que de sobra a la autora para urdir una más que interesante trama. Así pues, cuidado con aquellos que generalizan y colocan la etiqueta de “mala literatura” a aquellos libros que en un abrir y cerrar de ojos alcanzan la categoría de Bestseller. ¡Vigilemos en nuestro lenguaje el empleo de generalizaciones negativas! Pueden ser tremendamente despiadadas e injustas para el que las sufre y, a la larga, también para el que las pronuncia.
En fin, que me desvío (como un tren despistado) Lo que digo es que esta novela une calidad literaria y disfrute, así que, si queréis pasar un buen rato, ¡adelante con ella!
Como escritor:
Me quedo con tres aspectos.
El primero, la trama. Muy bien construida. No deja cabos sueltos. Y con la cantidad de puntos de giro que tienen lugar, es complicado no derramar flecos por el camino.
La caracterización de alguno de los personajes. A través de sus acciones y de sus pensamientos, la autora, consigue un retrato muy cercano y completo de los personajes principales de la novela. La gran cantidad de matices que muestra en el carácter y temperamento de los mismos es una prueba más de que los personajes puros (todo bueno o todo malo) no producen ni mucho menos el mismo impacto. ¡Los personajes de las historias necesitan ser imperfectos!
La narración en tiempo presente: esta acerca los personajes al lector, y acelera el ritmo, y da a lectura una gran sensación de inmediatez. Por esto, creo que la autora ha estado muy acertada al escoger este tiempo verbal.
En fin, ahí lo dejo.

Image result for la chica del tren
¡GRACIAS POR TU OBRA PAULA HAWKINS!
Mis escritos: "El Dragón de la Niebla". En noviembre de 2010 finalicé el Dragón de la Niebla. Este no es el primer escrito en el que denuncio el asunto del maltrato de un ser humano hacia otro ser humano. El ejercicio de la violencia gratuita. El abuso. La anulación del otro.
Además, en este cuento, introduje realidad y fantasía. Fantasía como escape; incluso como deformación de la realidad.


El  Dragón de la niebla


El día que me enteré de la muerte de mi padre fue hace apenas un año, un mes de julio, mientras pasaba de refilón una de las páginas del dominical tratando de localizar la sección deportiva. “Achueta Achueta” me pareció leer, como en un parpadeo, antes de aterrizar de lleno sobre la clasificación general del “Tour de France” y el artículo que se hallaba impreso justo a su izquierda. Sí, de nuevo un español coronaba primero la cima del “Tourmalet”, de ahí a ganar la ronda gala un paso… “Achueta, Achueta” pensé de repente, como si una vocecilla incómoda se obcecase en impedirme leer la gesta de nuestro compatriota. Entonces levanté unos segundos la vista del periódico y reflexioné en voz baja. “En verdad no suele ocurrir que alguien lleve ese apellido, y menos si van dos pegados” me dije. Abandoné la épica y maltraté unos instantes el dominical hasta dar con la página que buscaba. Resultó ser la sección de esquelas. Se trataba de una letanía de no más de veinte nombres y apellidos impresos con una tinta negra más ancha de lo habitual. Justo en mitad de la lista lo localicé. “Juan Ramón Achueta, Achueta, falleció en Madrid, a la edad de sesenta y seis años”. Eso era todo. Tan solo aquella frase lapidaria que indicaba el final de una existencia. Después de diez años sin saber de mi padre un trozo de papel me anunciaba junto a un café y unas porras su última heroicidad: morir. Permanecí un buen rato inmóvil, observando detenidamente cada letra, como si aquel ejercicio absurdo me fuese a dar algo más de información. Entonces esbocé una leve sonrisa ironizando sobre lo absurdo de aquello. Necesitaría mucho más que una frase para explicar toda una vida, y quizás, los últimos diez años, eran los que menos importaban.

Pedí otro café. Aún quedaba una hora para mi cita de las diez, pero yo como siempre, nada más despertar, no podía evitar salir disparado en busca de mi ritual mañanero. Un buen afeitado, una ducha bien fría, el paseo matinal y mi más que merecido café con porras en El Capricho, probablemente el lugar más concurrido de todo el pueblo de Cerceda en aquella hora temprana. Un auténtico teatrillo. El sonido de las cucharillas oreando el aroma de las tazas, el rugido chirriante de las máquinas dejándose querer por un público expectante, y el trasiego de los camareros haciendo bailar las bandejas en mitad del caos.

Desde mi sitio privilegiado afuera en la terraza, podía distinguir los campos que se extendían más allá de la carretera. Dehesas de encinas doradas por el sol del verano, y más allá de la campiña, elevándose majestuoso sobre las tierras altas, el fondo gris y azulado de las montañas de la sierra de Guadarrama. Conocía muy bien aquella comarca, cada camino, cada trocha que serpeaba entre prados y roquedos. Había explorado sus sotos, buscando detrás de cada árbol. Había recorrido las riberas de los arroyos, ocultándome junto a algún regato donde los jabalíes se acercaban para saciar su sed. Sí, yo era de allí, de aquellas tierras. Moralzarzal se llama el pueblo donde nací, un municipio muy cercano a aquel donde me encontraba, hojeando las páginas de un periódico, observando unas letras frías y sobrias que me anunciaban el fallecimiento de mi padre. Y entonces ocurrió algo. Como cuando un ser anónimo nos roza en un cruce fugaz y la estela de su perfume evoca en nuestra memoria el pasado de toda una vida, sucedió que allí sentado, con el periódico en la mano y la primicia necrológica trillando mi mente, recordé, nítida como el repicar de una campana, la primera vez que se apareció ante mí un duende. Sí, he dicho un duende. Fue hace muchos años, en Moralzarzal, en la Dehesa de Abajo, mientras buscaba renacuajos en las charcas. Yo solo era un niño de ocho primaveras y él, un hombrecillo de no más de medio metro, que me miraba desde unos ojos casi transparentes que reflejaban el torbellino de un salto de agua.

Recuerdo que también era verano, y que el sol caía como una llama sobre las hierbas altas. Apareció junto a unos zarzales, vestido de arriba abajo con ropas azulonas de todas las tonalidades posibles. Tenía cara de niño, y las orejas puntiagudas, y sus cabellos plateados reverberaban bajo el color encendido del campo. Entonces el sol comenzó a esconderse por detrás de los cerros y las sombras alargadas de los árboles se extendieron por los pastizales. Él continuó mirándome, con sus ojos de cascada y su diminuto cuerpo, tieso e inmóvil bajo el palio del atardecer. Finalmente habló, y de su garganta emergió una voz clara, como la del agua que pule el remonte de los ríos arriba en la montaña.

_ ¿Tú eres Simón verdad?, ¡sí!, ¡sí!, eres Simón. Yo soy Isput, tu duende y debes seguirme, ¡ahora!_ dijo dirigiéndose a mí y acto seguido echó a correr por la dehesa, su pelo de plata brillando entre las espigas, hasta perderse entre dos altos fresnos rodeados de maleza.

Pasó un buen rato hasta que conseguí moverme del sitio. Simón era mi nombre y aquel ser maravilloso me estaba buscando. Quedé fascinado, siempre sospeché que en la Dehesa de Abajo ocurrían cosas extraordinarias. No había ocasión en la que junto a uno de sus arroyos o sentado bajo una encina, dejara de percibir con inquietud la sensación de que estaba siendo observado. Entonces miraba de reojo, esperando el momento oportuno para descubrir a mi espía, hasta que inevitablemente, siempre en el último instante, giraba la cabeza y nada encontraba más allá que otra nueva desilusión.

Con una mezcla de alegría y temor hormigueando en mis piernas me apresuré hacia los dos fresnos. Éstos estaban rodeados de zarzales y de espigas que se elevaban por encima de mi cabeza. Crecían muy juntos y sus copas se enredaban arriba, formando un techo de ramas entrelazadas. En mitad de aquella especie de selva en miniatura encontré un pequeño hueco entre los zarzales. Un túnel que me llevó hasta la base de los dos fresnos. Justo entre sus troncos, hallé una roca de granito clavada en el suelo. Medía poco más de dos metros y tenía forma alargada. “¡Que curioso!”, pensé. “No conocía aquel sitio, y seguro que había pasado por delante cientos de veces”. Agitado, miré alrededor, pero nada, ni rastro del hombrecillo. Tan solo la oscuridad difuminando cada detalle. Me marché decepcionado, pensando que quizás había desperdiciado una ocasión irrepetible.



*          *          *



Isabel, mi hermana pequeña, acudió a mi cuarto con la nariz llena de mocos y su viejo osito cogido por una de las patas. Tenía el pelo enmarañado y dos lágrimas hinchadas se abrían paso por sus sonrosadas mejillas. Se acercó y me abrazó, apoyando la frente en mi pecho. Entonces solté mis viejos soldados medievales y le correspondí con otro abrazo. Luego ella se despegó unos centímetros y con sus diminutas manitas me tapó las orejas. Yo hice lo mismo con las suyas mientras acoplábamos las miradas y examinábamos cada detalle de nuestros ojos. Y así sucedía cada vez. Pasaban los minutos e Isabel contaba cada mancha de mis iris y yo me sumergía en el verde mar de los suyos, hasta olvidarme de que detrás estaba ella, asiéndome como a un salvavidas. El osito y los soldados medievales nos observaban pacientes, ya acostumbrados a aquel tipo de desplantes. Aún así, para mí nunca era suficiente, aunque Isabel sí se tranquilizaba. Al final su respiración recobraba poco a poco el ritmo pausado e incluso a veces asomaba una leve sonrisa en sus labios. Por eso yo nunca me movía, sino que le correspondía con otra sonrisa cosida en el rostro. Pero yo seguía escuchando, más allá de las manitas de mi hermana, y de las paredes de mi cuarto. Escuchaba  los gritos de mi padre, cuando venía de hacer la ronda del aperitivo, después de haber recorrido cada bar de la calle de la Huerta.

Entraba en casa trastabillando y haciendo todo tipo de ruidos con la garganta. Toses, carraspeos. A veces escupía en mitad del rellano. Al principio hacía falta que mi madre le recordara lo tarde que era para que él le gritara, haciéndole mención de lo duro que trabajaba toda la semana como para no poder tomar unas cuantas cañas con sus amigos. Después se animaba él solo, anticipándose a cualquier queja, por tímida que fuera. Le dedicaba todo tipo de improperios, persiguiéndola por la cocina y gritándole al oído.

“¡Debes ser la única que andas jodiendo!” le decía “¡Seguro que soy el hazmerreír de todos mis amigos! ¡En cuanto me doy la vuelta se deben descojonar!”.

Mi madre no contestaba. Seguía a lo suyo, intentando ignorar sus humillaciones, hasta que servía los platos de porcelana y nos sentábamos los cuatro a la mesa, todos en silencio, mirando fijamente la comida. De vez en cuando mi padre se levantaba nada más empezar dando un sonoro puñetazo sobre el tablero. El agua se derramaba de los vasos y si había guiso, el caldo nos salpicaba, estampando lunares marrones en el mantel.

“¡Ya se me ha quitado el hambre!, ¡hostias, por tu puta culpa!” le increpaba a mi madre, señalándole con el dedo. Luego se marchaba dando un portazo, subía las escaleras a trompicones, se desplomaba sobre la cama del cuarto y allí permanecía durante horas, exhalando los vapores del alcohol.

Entonces la cocina se volvía pesada, inerme, como si nosotros mismos formáramos parte del mobiliario. Éramos objetos sin vida, pequeñas tazas de café reposando en los anaqueles, calendarios con bodegones colgados de la pared. Continuábamos con la cara pegada al plato, entreviendo los caballitos pintados del fondo. “Terminaos la comida” susurraba mi madre a media voz. Luego se levantaba e iba hacia el fregadero, dándonos la espalda y allí se secaba las lágrimas con el paño de cocina sin decir una palabra más.



*          *          *



La segunda vez que vi al duende estaba subido en la roca, entre los dos fresnos. Directamente me acerqué a él y entonces, con uno de sus minúsculos dedos, dibujó un marco fosforescente sobre la superficie de la piedra. Una puerta apareció sobre el granito.

_ ¡Hola Simón!, soy Isput, ¿me recuerdas?_ dijo mi amigo invitándome a pasar _ Ahora debes venir. Se nos acaba el tiempo. Ella pronto será engullida por el Dragón.

No lo dudé. A través de túneles estrechos seguí al duende, sin perder de vista su rastro plateado, hasta salir por el tronco de un gran sauce al claro de un bosque donde la floresta brillaba con las luces de la primavera. Desde lo alto de un risco, a poca distancia, una cascada de hilo fino se derramaba en un estanque dorado, levantando velos de espuma. Alrededor, la niebla se extendía a jirones por entre los troncos blancos de unos abedules. Colgados bien de finas ramas, sobre tocones o entre los juncos de la floresta, decenas de hombrecillos me observaban curiosos, hablando e interrumpiéndose sin cesar. Isput, decidido a terminar con la algarabía, caminó unos metros con los brazos en alto conminándoles a guardar silencio. Después, cuando al fin el estruendo se convirtió en murmullo, me señaló y pronunció en alto unas palabras.

_ ¡Simón el valiente ha acudido en nuestra ayuda! Él arrancará a la Dama de las garras del Dragón o de lo contrario, la brisa dejará de deslizarse sobre las flores y nuestra Cascada se secará para siempre. ¡Viva Simón! ¡Viva nuestro protector!

Acto seguido, todos los duendes corearon cientos de “hurras” y “vivas” en mi honor, sin cesar de hacer continuas cabriolas y reverencias. Isput avanzó hasta mí y besándome la mano me dijo con voz solemne:

_ Yo te guiaré a través de los caminos. Seré tu humilde servidor. La Dama nos espera.

Luego, abrió un cofre tachonado de piedras preciosas y extrajo de su interior un objeto envuelto en un lienzo inmaculado. Lo destapó de manera ritual y ante mis ojos apareció una bella espada guarnecida de rubíes y esmeraldas. Me la tendió.

_ Ella te ayudará a dar muerte al Dragón _ me dijo _ Esta es la Espada de las Espadas.

La cogí entre mis manos y miré más allá de los confines de aquel país.

_ Llévame hasta ella_ le ordené.



*          *          *



La primera vez que vi a mi padre pegar a mi madre fue en su cuarto. Yo les espiaba por la rendija de la puerta. Me habían despertado los gritos. Por suerte Isabel dormía. Fue una bofetada seca, en pleno rostro. Nunca olvidaré la mano ruda y callosa de mi padre estrellándose en su cara. Mi madre ni siquiera alzó los brazos, quizás porque a pesar de tantas vejaciones no lo creía capaz de tanto. Aterrizó en el suelo, como un muñeco roto y permaneció allí sentada, medio desnuda, esta vez sí, con el codo en alto y los ojos cerrados, como esperando otro golpe. Mi padre la miraba desde arriba, con desprecio.

_ Tú me quieres matar a disgustos desgraciada _ le oí decir _ ¡No vales nada! Ni siquiera para darme un poco de alegría de vez en cuando. Luego no te extrañe si me alivio por ahí en cualquier bar de carretera. Seguro que se portarán mejor que tú, aunque solo sea por el dinero…

Mi madre bajó el codo y hundió el rostro en las manos sollozando con tal angustia que parecía salirle de las mismas entrañas. Luego se quedó hecha un ovillo, tendida en el suelo del cuarto, meneando su cuerpo sincrónicamente, como activada por alguna especie de mecanismo.

_ Di que sí. Ahora llora _ le contestó mi padre _ Hazte la mártir. ¡Que parezca que soy yo el malo!

Desde aquel día, nuestro hogar se fue haciendo silencioso. Mi madre dejó de salir. Llamaba para que le trajeran la compra a casa. No quería encontrarse con sus amigas porque cada vez le costaba más disimular los moratones. Al principio insistieron, pero con el tiempo acabaron por aburrirse y el teléfono sonó cada vez menos, hasta convertirse en un objeto inútil en la casa. De vez en cuando llamaba su madre, que andaba lejos, en Andalucía, y poco más, ya que no tenía hermanos ni padre. Las pocas veces que salía de la cocina se sentaba en uno de los sillones del porche, desde donde se podía ver la torre de la iglesia y los campos de ganado que se extendían hasta la carretera que unía Moralzarzal y Villalba. Isabel y yo la observábamos desde la ventana de mi cuarto, arriba en el segundo piso.

Mi madre era una mujer guapa. O por lo menos lo había sido. Tenía el cabello negro y largo y sus ojos eran redondos y oscuros. “Belleza andaluza” decía mi padre, cuando aún la respetaba. Y ella le sonreía, y su rostro se le iluminaba como a una chiquilla al concedérsele un deseo.

“Vaya cara que puso vuestra madre cuando vio esta casa por primera vez” nos decía en repetidas ocasiones “parecía una princesita en su castillo”. Y yo supongo que era cierto, porque era una casa grande de piedra, de muros gruesos, rodeada por una parcela amplia que nos aislaba del resto del mundo. Buena herencia que dejó mi tío abuelo a su sobrino después de que la parca se lo llevara. Y por un breve tiempo, nos reímos los cuatro, y mi madre creyó ser feliz, viendo a sus hijos corretear entre los sembrados de tomates y los pollos de los corrales. Pero solo fue eso, un tiempo fugaz, lo que tarda la flor del almendro en marchitarse y ser barrida por el viento.

Pronto nadie cuidó del huerto, y los pobres animales sucumbieron al abandono. Después la mala hierba creció y se fue apoderando de cada rincón, hasta que el propio terreno de la parcela se confundió con la ladera del monte que lindaba con la casa. Nunca he sabido por qué mi madre consentía las palizas. Quizás por nosotros, o por cobardía o porque no tenía donde caerse muerta. Lo ignoro. Pero Isabel y yo pensamos que aquel era el estado natural de las cosas, y así lo aceptamos, recluidos en un mundo de sombras grises, donde tan solo el “tic tac” del enorme reloj del salón nos advertía de que el tiempo discurría lento pero inexorable.

Por suerte para mí, mis amigos no me abandonaron. Ni yo a ellos. Recorrí incansable sus dominios, en busca del Dragón, junto a mi fiel compañero Isput y la Espada de las Espadas. Fueron incontables las aventuras vividas y las ocasiones en que estuvimos a punto de rescatar a la Dama, pero por desgracia, en el último instante, el Dragón siempre se escapaba invocando un hechizo que esparcía un mar de niebla a su alrededor. En nuestros viajes nos topamos con criaturas increíbles. Gigantes de más de cinco metros, árboles parlantes, enanos de las colinas, ninfas de los lagos y otros tantos seres que ahora sería incapaz de describir, y a nuestro requerimiento todos respondían lo mismo: “El Dragón pasó ayer por este lugar, llevaba a la Dama amarrada en su cresta”.

Una tarde Isput se derrumbó sobre una piedra, sus orejas puntiagudas se habían plegado y sus cabellos no refulgían sino que parecían de plata envejecida. Me miró con ojos tristes, éstos también habían cambiado, ya no eran de catarata, eran acuosos, como de agua turbia y sus ropas azulonas estaban apagadas.

_ La Cascada se secará y todos nosotros desapareceremos _ sentenció _ tú debías rescatar a nuestra Dama. Eras tú Simón, nuestro protector.

Yo lo miré abatido, pero ninguna palabra de consuelo salió de mis labios.



*          *          *



Cuando en la mañana de mi décimo cumpleaños Isabel entró en mi cuarto, supuse que era para darme un beso y tirarme de las orejas. Pero me equivoqué, no tiró de ellas, sino que las cubrió con sus manitas y me miró fijamente a los ojos, buscando la forma de las nubes en las motas de mis iris. Yo la aparté suavemente y le acaricié el pelo.

_ No te preocupes Isabel, este juego no sirve si hay silencio.

Pero ella ignoró mis palabras y volvió a posar sus manitas en mis orejas. Yo le agarré por las muñecas y ella se resistió. Me miraba fijamente, sin pronunciar palabra. Entonces supe que algo ocurría.

Salí del cuarto y bajé muy despacio las escaleras. Isabel me seguía, amarrándome con fuerza el pantalón del pijama. Me dirigí a la cocina. El dial de la radio murmuraba una vieja canción de Soul, pero nada más se escuchaba, salvo nuestros vacilantes pasos.

Al principio no vi nada, hasta que dirigí la vista al suelo. Allí encontré a mi madre, vuelta de espaldas y con un cuchillo clavado entre los hombros. Sus cabellos estaban sueltos, le cubrían el rostro y se mezclaban con la sangre que discurría lenta entre las losas de mármol. No me atreví a tocarla. Cogí a Isabel de la mano y la llevé hasta el teléfono, allí marqué un número al azar. Después de unos cuantos tonos respondió la voz de una mujer. Yo me quedé en silencio escuchándola. Cuando parecía que iba a colgar me atreví a pronunciar unas palabras.

_ Mi madre está  muerta. Él se lo hizo – dije.



*          *          *



Aquella misma noche atravesé los túneles de la Dehesa de Abajo decidido a rescatar a la Dama. La Espada de las Espadas me acompañaba, aunque esta vez, Isput, mi fiel compañero, me había abandonado. No tardé en dar con el Dragón. Lo encontré en el fondo en una trampa para dragones, los unicornios de cuerno azul lo habían apresado. Yacía malherido, una de sus enormes alas se había quebrado y todas sus crestas permanecían erizadas. Cuando me asomé al agujero me miró con rabia. Sus ojos amarillentos destilaban rencor incluso en aquella hora fatal.

_ ¿Dónde está la Dama?_ le pregunté.

Él cerró los ojos, como si estuviera dormido.

_ ¡Contesta!_ le exhorté alzando la Espada de las Espadas_ ¡Hazlo o acabo aquí mismo con tu vida!

Entonces, aunque no inmediatamente, el Dragón abrió un ojo y respondió. Su voz resonó dentro del foso como miles de piedras encendidas entrechocando unas con otras.

_ ¿La Dama? ¡umm! La Dama, sí…_ hizo una pausa y luego enseñó varios de sus afilados dientes, en lo que parecía una sonrisa. _ ¡Vaya!_ continuó _ creo que llegaste tarde muchacho, lo siento, pero me temo que tu Dama nunca regresará a su Cascada _ sentenció por fin, mientras deslizaba una lengua viperina por varios de sus colmillos.

Yo me lo quedé mirando, con la Espada de las Espadas en alto. Quería saltar sobre su cabeza e incrustar mi acero hasta lo más hondo se aquel ser malvado. Pero no pude. Caí de rodillas, con la Espada de las Espadas clavada en el suelo, sollozando desconsolado bajo la mirada despreciable del maléfico Dragón.

Los túneles de vuelta me parecieron más oscuros que nunca, hasta que al final aparecí entre los dos fresnos e hice el camino de vuelta a casa.



*          *          *



Pasaron veinticinco años desde aquella trágica mañana hasta el momento en que me hallaba sentado en la cafetería El Capricho, observando los campos más allá de la carretera. El ofrecimiento de uno de los camareros preguntándome si necesitaba algo más me sacó de mi ensimismamiento. Miré el reloj. Me di cuenta de que ya eran las diez. La hora de mi cita. Y entonces, a lo lejos, las vi aparecer. Mi hermana Isabel y mi madre caminaban directas hasta mi sitio. Cuando llegaron se inclinaron, me dieron un beso y tomaron asiento en la mesa. Lo hacíamos siempre que podíamos. Ellas recorrían sus cinco kilómetros de Moralzarzal a Cerceda. Luego desayunábamos y después de una hora las acercaba con mi coche de vuelta a Moralzarzal. Más tarde regresaba a mi casa, para disfrutar de mi mujer y mis hijos.

Durante aquel desayuno, las noté especialmente contentas, hasta que descubrí el motivo. Isabel estaba embarazada. Nada más recibir la noticia nos fundimos en un fuerte abrazo y de paso, derramamos los cafés. Las cucharillas saltaron por los aires. Reímos en voz alta. Parte de mi periódico se tintó de una mancha marrón. Pero mi madre estaba en todo. Lo cogió con una mano antes de que se echara a perder.

_ ¡Vaya!_ dijo sorprendida_ no sabía que eras aficionado a leer las esquelas.

Tan rápido como pude le quité el periódico de las manos y lo doblé por la mitad.

_ Ha sido casualidad _ respondí, mostrando indiferencia. Luego le pregunté a mi hermana _ ¿Y cuando sabremos si es niño o niña?

Mientras Isabel me respondía observé a mi madre y la vi feliz. Estaba feliz. En realidad hacía ya mucho tiempo que había vuelto a sonreír. Quizás era yo el que necesitaba liberar las sombras del pasado. Aún debía resolver cierto asunto.



*          *          *



Después de tantos años, aquella misma tarde regresé a la Dehesa de Abajo. Me acerqué con temor a los dos fresnos, que seguían allí, majestuosos, indiferentes al paso del tiempo. Cuando llegué hasta la piedra me pareció escuchar un leve murmullo en el techado de las ramas, como si cientos de hojas me dieran la bienvenida alegrándose de mi vuelta. Isput me estaba esperando, erguido sobre la roca. Atravesamos juntos los túneles. Su melena reverberaba con más intensidad que nunca, y sus movimientos eran tan rápidos que me costaba seguirlo a través de los corredores. Era como si fuese más joven y tuviera más energía que la primera vez que lo vi. Pero por fin rebasamos el umbral y alcanzamos el claro. Todos aguardaban mi llegada. Miles de duendes se inclinaban ante mí haciendo continuas genuflexiones. En lo alto del risco, la Cascada derrochaba hilos de plata sobre el estanque dorado y entre los abedules blancos apareció la Dama, escoltada por dos unicornios de cuerno azul. Vestía de blanco impoluto y un aura argéntea le rodeaba. Cuando llegó hasta mí, se inclinó y me besó la mano.

Me ruboricé. Intenté decir algo, pero tan solo conseguí balbucear unas cuantas palabras.

_ Pero tú habías…Él dijo que la Cascada…

Ella sonrió, y posó dos de sus dedos en mis labios.

_ Él era un embaucador, como todos los dragones _ contestó la Dama sin dejar de sonreír _ Así lo dicen los cuentos de fantasía.

_ ¿Y cómo conseguiste escapar?_ le interpelé.

_ Tú me liberaste.

_ ¿Yo?, pero si no hice nada Dama. Tú ya no estabas allí, y yo me arrodillé…

_ Llegaste hasta él Simón. Con eso era suficiente. Ahuyentaste la niebla y cumpliste tu misión. ¿Recuerdas? Eres Simón. Nuestro protector.

Me tomé un tiempo para pensar. Luego pregunté.

_ Hablas en pasado, ¿dónde está él ahora?

_ No está _ contestó la Dama dulcemente_ Hace mucho tiempo que se marchó. Sólo que tú no lo sabías.

_ ¿Y ya no volverá nunca?

_ Nunca Simón. Por fin lo has expulsado. Cuando cruzaste el umbral. Ahora podremos celebrarlo como mereces. Todo está preparado. El Dragón no volverá a molestarte.

La Dama se levantó y me besó las mejillas, luego caminé junto a ella hacia el centro de la floresta y a nosotros se unieron los duendes, los unicornios de cuerno azul y otras muchas criaturas venidas de reinos lejanos. Aquella noche hubo una gran fiesta junto al estanque dorado. La música de la Cascada nos acompañó y las estrellas brillaron altas en el cielo, hasta que un velo de claridad apareció al fin por detrás de unas montañas lejanas y entonces inicié el camino de vuelta al hogar, con la esperanza de poder regresar a mi reino escondido cada vez que lo deseara.



*          *          *



Estoy sentado frente a la tumba de mi padre. Es una tumba austera. Sin flores. Se encuentra medio escondida, junto a la tapia que delimita la zona de caridad del Cementerio de la Almudena. “Pobre desgraciado” pienso. “Acabar así, sin nadie que te llore”. Entonces intento mirar a través de sus ojos y me pregunto cómo habrían sido sus últimos veinticinco años de existencia. Primero en la cárcel y los diez restantes penando como un indigente. Olvidado y repudiado por todos. Por un instante me inspira cierta lástima. Incluso llego a sentir pena por él. Al fin y al cabo era mi padre, y en algún momento me hizo reír.

Después de unos minutos me levanto y me sacudo la tierra de los zapatos, luego echo a andar, dando la espalda a un epitafio que no volveré a ver jamás. “Juan Ramón Achueta Achueta, falleció en Madrid, a la edad de sesenta y seis años”.